¿En serio somos cada vez más irónicos? No me había dado cuenta.

En este artículo te invitamos a recorrer el territorio agitado de la ironía cotidiana, ese gesto mínimo con el que hoy se tramita buena parte del malestar político. Entre indicadores económicos que prometen calma y heladeras que siguen vacías, la ironía aparece como refugio, como distancia y como forma de lucidez cansada. Vamos a preguntarnos qué se dice realmente cuando la política ya no se discute a los gritos, sino entre risas amargas, burlas lanzadas al océano digital y silencios que también hablan.

Por Leo Corzo, becario SECYT - Centro de Investigaciones en Periodismo y Comunicación - CIPeCo, Universidad Nacional de Córdoba

Una gran parte del espacio de los comentarios en redes sociales está ocupado por la ironía. A eso lo sabemos todos. Alcanza con leer cualquier noticia sobre política o economía en algún portal de noticias para comprobar esta tendencia. La burla, el sarcasmo y la risa ambigua aparecen hoy como lenguajes privilegiados para procesar la frustración política y la distancia creciente entre los discursos oficiales y la experiencia cotidiana de la vida.

Esta expansión de la ironía no es un simple cambio de estilo comunicativo, es el síntoma de una transformación más profunda del espacio público digital, marcado por la exposición permanente, la vigilancia algorítmica y la exigencia constante de expresión. En este contexto, decir algo de manera directa, afirmar, denunciar, acusar, implica un riesgo simbólico elevado, quedar fijado a una posición, ser interpelado sin mediaciones, exponerse al escrutinio y al conflicto. La ironía ofrece una salida eficaz y con apariencia de inteligencia, permite hablar desde la distancia y protegerse en la ambigüedad.

Pongamos un ejemplo concreto. A la fecha, en Argentina, es común encontrar portales de noticias de gran alcance que festejan la baja del riesgo país y demás indicadores macroeconómicos. Este flujo noticioso celebratorio se enfrenta en los comentarios a la ironía crítica de los usuarios reales, personas de a pie a quienes estos índices no tocan. Cuando un usuario comenta que “la carne se fue a 20 lucas, pero no importa mientras baje el riesgo país 😂😂😂”, no está simplemente haciendo un chiste. En una sola frase irónica condensa una crítica ideológica, la disociación entre indicadores financieros celebrados por el discurso económico dominante y el deterioro concreto de las condiciones de vida.

En internet la ironía no solo transmite un contenido, sino que construye una posición subjetiva. Al decir “ahora sí, el salario por las nubes al fin! jaja”, el usuario no busca solo rechazar la información ofrecida, busca mostrar que su posición es superior a la proyectada por el medio para sus consumidores, que no forma parte de los engañados, que ve la realidad sin la ideología y es capaz de comunicar su posición con humor, un humor family friendly que vehiculiza una crítica acomodada a las lógicas del ánimo social esperable en las redes.

A la vez, esta ironía humorística generalizada produce un efecto ambivalente. Como subrayó Mijaíl Bajtín en su análisis de la risa carnavalesca, el humor puede invertir jerarquías y desacralizar el poder, pero también puede limitarse a una suspensión momentánea del orden, sin transformarlo estructuralmente. Frases como “Bien ahí, ahora la gente va a pagar las deudas con riesgo país 😂😂😂” o “Qué importante eh, ahora sí comen los jubilados” desnudan, sin necesidad de argumentación técnica, el carácter abstracto y socialmente indiferente de ciertos indicadores económicos. La ironía actúa como una micropolítica del lenguaje, desmonta la retórica experta desde el saber práctico de la vida cotidiana, pero, por otro lado, este mismo efecto revela su techo.

En La sociedad del cansancio y La sociedad de la transparencia, Byung-Chul Han describe un régimen social dominado por la positividad, la autoexplotación y la exigencia permanente de visibilidad. En este régimen, la negatividad fuerte, el conflicto y la búsqueda de soluciones, son progresivamente expulsados. Desde esta perspectiva, la ironía humorística contemporánea puede aparecer como una negatividad debilitada, una forma de resistencia compatible con el sistema que aparenta cuestionar. El humor político digital no busca tanto derrocar discursos hegemónicos como hacerlos soportables, permitiendo a los sujetos convivir con ellos sin identificarse plenamente. El comentario irónico no interrumpe el flujo comunicacional, circula, se comparte, suma reacciones. No exige una toma de posición colectiva ni un compromiso prolongado. Permite expresar malestar sin abandonar el circuito de la participación digital. En sociedades cansadas, la ironía es una crítica de bajo costo afectivo.

Incluso los comentarios más intensos como: “Y mientras tanto en Narnia todo aumenta, las fábricas cierran, la industria nacional ya casi ni existe”, recurren a la metáfora irónica antes que a la confrontación directa. El recurso a un mundo ficticio no busca construir un antagonismo político explícito, sino marcar la irrealidad del discurso oficial. La ironía sustituye al conflicto, señala el absurdo, pero no lo enfrenta de forma directa.

De este modo, la sociedad de la ironía es también una sociedad de afectos ambiguos, donde el humor funciona como mediación. La risa no elimina el malestar, pero lo traduce en un registro socialmente aceptable. Risas acompañan el enojo, burlas conviven con la resignación, la crítica se mezcla con el cansancio. La ironía permite decir “esto es insostenible” sin transformar ese diagnóstico en acción colectiva.

La paradoja es clara, nunca se ha criticado tanto y, al mismo tiempo, nunca ha sido tan difícil sostener una negatividad políticamente eficaz. En un espacio público saturado de discursos, reacciones y estímulos, la ironía emerge como la forma expresiva más adaptada al presente, rápida, ambigua, compartible, en términos de Scolari, crítica snack. Pero esa misma adaptabilidad es su límite sociopragmático, revela la ambivalencia central del discurso. Si la ironía denuncia la arquitectura ideológica, también puede volverse compatible con ella. El sujeto irónico sabe que el discurso es falso, se burla de él, pero continúa actuando dentro de sus coordenadas. La crítica ideológica se vuelve entonces cínica, lúdica, pero inofensiva, mantiene viva la conciencia crítica al mismo tiempo que limita su potencia transformadora.

La pregunta que se impone, entonces, no es si la ironía revela las contradicciones del capitalismo contemporáneo, lo hace, y con precisión, sino si puede ir más allá de esta crítica ideológica en forma de lucidez cansada, si puede transformarse nuevamente en crítica real, en conflicto, en acción política y organización, o si está condenada a seguir siendo la risa amarga de una sociedad atomizada que entiende perfectamente lo que ocurre, pero ya no encuentra la energía ni el diseño para transformarlo.